EL LITORAL, Jueves 9 de Febrero de 1967

INTINERARIO INTRASCENDENTE

Nueve horas de tren nos alejan de Galicia. Van quedando atrás los caseríos de pesebre en las laderas de las montañas, con techumbre de teja a dos aguas y ventanas pintadas de verde, amarillo o rojo a la sombra de pinos en medio de un paisaje navideño. El tren corre entre paredones de piedras amontonadas y revueltas en una epiléptica convulsión geológica o a lo largo de cornisas que serpentean al filo de profundos precipicios. Pámpanos violáceos o dorados por los primeros fríos del otoño anuncian en su color los vinos que exprimirán los lagares de Galicia y Portugal a ambas márgenes del Miño, que corre entre barrancos donde asoma un rebaño de piedras bajo el manto verde, de hierbas y de pinos, tendido al sol desde lo alto de las montañas. Van quedando atrás las raleadas hileras de otoñales maizales, mustios y secos: las cañas de maíz de la anterior cosecha unidas en los conos de los "pallares" que renovarán la cama de las bestias en los pesebres para convertirse luego en el abono de la tierra; las mazorcas almacenadas en los "horreos" levantados del suelo sobre pilares de piedra; las abuelas que tiran de un cordel la vaca que arrastra la carreta desvencijada y crujiente; y los hombres y las mujeres que canturrean canciones ingenuas cantadas desde hace siglos por los abuelos en las romerías al santo milagroso de la comarca o los candorosos versos de Rosalía de Castro que reflejan el alma sentimental y dulce de Galicia apegada a sus huertas y a sus higueras:

"Hortiñas que eu quixe tanto,
figueriñas que eu planté";

apegadas al campanario de la iglesia de la aldea desde donde el tañido de la campana les anuncia el "angelus" del amanecer, el del mediodía y el del crepúsculo. "Campaniñas da parroquia"; y enamoradas de las románticas y apacibles noches en que la luna extiende sus cendales sobre las tejas del caserío; "Noites claras do luar"! Y así que nos vamos alejando de Galicia, aparecen en la lejanía los primeros picos nevados que aumentan y multiplican en la provincia de Zamora, con sus caseríos dispersos en los valles; sus bueyes tranquilos y dignos; bajo el peso de la inocua cornamenta, que contemplan impasibles las vacas que pacen en las vegas. Y luego el cristalino viboreo de los arroyos; los rebaños de ovejas y de chivos con su pastor y su perro; los pinos resineros; los valles cada vez más abiertos; y luego el Esla que afluye a las aguas remansadas y cristalinas del Duero que riega el rubio paisaje zamorano decorado de pinares que han venido a reforestar el espacio que ocuparon los viejos montes talados sin piedad. Y otra vez las cepas doradas de los grandes viñedos donde los racimos tocan el suelo sin riesgo de malograrse por ello; y los montes de encinas y el pasto achaparrado y seco, regalo de chivos inquietos y de ovejas tranquilas; y los valles cada vez más abiertos; y los caseríos de piedra amarillenta apiñados en torno de a cuadrada torre de la iglesia; y otra vez más pinos y más encinas y la tierra que en suave ondulación se pierde en una lejanía por donde asoma sus picos una remota y azulada cadena de montañas y bajo el cielo trasparente y alto que cruza un lento y perezoso rebaño de nubes.

Así llegamos a la meseta encerrada a lo lejos por las montañas de Castilla donde en las aldeas, las cigüeñas, ateridas de frío, abandonaron sus nidos tejidos en las torres y espadañas de las iglesias, en busca de las cálidas tierras del Africa. Y en estos caseríos de piedra con centenarios remendados techos de teja, hay un corral, también de piedra, en donde todas las mañanas, antes de la alborada, se oirá el canto de los gallos que anunciaban a la hueste del Cid, la hora de cabalgar:

"A priesa cantan los gallos
e quieren quebrar albores"

Pasamos así por Medina del Campo, donde murió la reina Isabel la Católica en el castillo de la Mota. Famosa ciudad, además, en lo antiguo por las ferias que congregaban a mercaderes de todas las regiones de Europa y donde los modernos monoblocks de departamentos confortables, las fábricas de tejidos y de cristales y las insolentes chimeneas ahogan las torres de las iglesias románicas, el venerables caserío, de tejas y el almenado torreón del castillo medieval; mientras automóviles y motocicletas bulliciosas y estridentes corren por las calles y los caminos desde donde los contemplan filosóficamente los borricos, como Platero, con sus grandes ojos de azabache.

El tren sigue su marcha, insensible ante estas pequeñas cosas como un buen turista y más allá, cuando hemos dejado a la espalda los simpáticos borricos de Medina del Campo, desde la ventanilla divisamos la amurallada ciudad, guerrera y mística a la vez: Avila de los santos y de los caballeros.

Pero el tren no se detiene tanto como quisiéramos y sigue su marcha, jadeante, con mucho ruido de fierros, cuando, de pronto, divisamos a lo lejos El Escorial y en sus cercanías la nota dramática de la gigantesca cruz de piedra que abre sus brazos sobre el Valle de los Caídos, y, por último... ¡Madrid!.

¿Pero...es este el Madrid que conocimos en años de la mocedad? La estación del ferrocarril del Norte es un hervidero de gente que corre y se apresura como en Buenos Aires, como en París, como en Roma. ¿Qué les urge y apremia a estos madrileños? ¿El temor, acaso, de llegar con cierto retardo a la clásica tertulia españolísima del café? Me acerco discretamente aun corrillo que se ha formado fuera de la estación a la espera de los taxis y en vez de hablar de toros y toreros y de la cogida en la última faena, les oigo hablar de fútbol como en Buenos Aires, corno en París, como en Roma.

Ha cerrado la noche y por las magníficas y modernas avenidas van y vienen en apretadas filas innumerables automóviles y autobuses. Deslumbran las vidrieras de los grandes almacenes; una potente iluminación eléctrica hace brillar los bronces y los mármoles de los monumentales edificios de todas las instituciones bancarias del mundo y de las más famosas empresas de la industria y del comercio internacional. ¿Pero... es éste el Madrid que conocimos en los años mozos?

Confieso que en medio de esta baraúnda, en medio de este gentío que corre enloquecido como en Buenos Aires, como en París, como en Roma, sentí cierta desazón y cierta tristeza.

Sí; España ha progresado asombrosamente. Marcha a paso redoblado, para emplear una vieja frase militar aprendida ¡ay! en los años ya lejanos de la conscripción. Un indiscutible resurgimiento económico se refleja en todos los aspectos de la vida de la nación. Pero hay hechos que nos llenan de asombro a los argentinos acostumbrados a tiroteos callejeros entre policías y asaltantes: los empleados de banco trabajan tranquilamente sin el resguardo de la baranda metálica que los separa del público y sin el amparo de las pistolas ametralladoras de la policía y los taxistas llevan a su lado en el asiento delantero una caja abierta donde quedan a la vista del pasajero las pesetas, las muchas pesetas que han logrado en la jornada de trabajo. Aquí no hay asaltos de bancos, ni de taxistas, ni de cobradores indefensos. Los otros días vi, azorado, descargar de un camión de un banco una impresionante cantidad de pequeñas bolsas de dinero que transportaban tranquilamente los empleados sin custodia policial entre el ir y venir de la gente en uno de los barrios más céntricos de la ciudad.

En cierta ocasión al descender de un autobús, como preguntara al guarda por una dirección, un señor muy pulcro y comedido se adelantó y se ofreció gentilmente a acompañarme, pues iba en el mismo sentido. Marchamos así un momento juntos y el diálogo se entabló enseguida con la pregunta de siempre; ¿Es usted argentino? y luego la otra pregunta también de cajón: ¿Qué pasa en su país? Y sin esperar la respuesta continuó: La moneda argentina no se cotiza y es uno de los países más ricos del mundo. En algún momento pudieron llevarle todo el oro de su tesoro y dejado exhausto, pero la Argentina tiene recursos de sobra para reponerse en seguida: ¿Qué Pasa en su país?

- No sé qué pasa en mi tierra, Le contesté. No sé explicar estos fenómenos. Sólo los siento y me duelen. No entiendo de cotizaciones de monedas ni de acciones de sociedades anónimas. Sólo podría decirle a Ud. A cuánto se cotizaba un esclavo negro e informarle, además, si tiene usted paciencia y tiempo, de los amaños y trapicheos de los contrabandistas del Río de ¡a Plata en el siglo XVI.

Mi interlocutor me dirigió una sonrisa quizás de compasión y se despidió ¿Pero... y el otro Madrid? Ah El otro Madrid, para suerte y regocijo mío, todavía vive y bulle, pero hay que buscarlo. Pero antes, para ir en su busca con viene recordar el consejo que daba Gracián a los que visitaban España:

De tres cosas, decía, se han de guardar mucho en ella: de sus vinos que dementan, de sus soles que abrasan y de sus femeniles lunas que enloquecen.


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